El narciso que florece en un glaciar

No sé por qué vino de Santa Fe hasta Santa Cruz. Él dijo que quería «aprender a lidiar con el frío». Me pareció estúpido, pero obvio no le dije eso. Además, si no se hubiera mudado a Calafate, nunca lo hubiera llegado a conocer. No sé cómo hubiera seguido el resto del día, ese sábado, cuando me saqué los auriculares y escuché una voz detrás de mí y detrás del hielo que me dijo:

—Bailás bonito. 

No era muy alto, solo medía un metro y medio. Era flacuchento y débil, casi desmayándose por cargar su mochila, que no era tan pesada en verdad. A veces decían que parecía niña; escuché la palabra «metrosexual» flotando entre las conversaciones de mis familiares. Pero él era hermoso. Bello. Pues él era rubio, un rubio tan brillante que era como si su pelo estuviera hecho de luz solar, un amarillo de oro. Sus ojos tenían el resplandor de dos diamantes azules, dos piscinas de agua manantial con una mirada destellante. Y su piel era pálida, pálida como de un muñeco de porcelana al que apenas le habían pintado sus labios y sonrojo con huellas de carmesí. 

No pensé que sería tan malo mostrárselos en ese entonces. Es que me quedé pasmada con ese color brillante de su pelo, como cualquiera con pelo castaño como el mío se hubiera quedado. Si él vino al glaciar para admirar la naturaleza, como muchos otros lo hacen, pensé que le gustaría que le muestre algo más del mundo natural.

—Se llaman jonquils en inglés.

—Nunca había escuchado de ellos antes.

—¿De veras? Yo creería que el clima allá en Rosario sería mejor para que crezcan en los jardines.

—No —dijo, asintiendo la cabeza inocentemente—. Nunca los vi en un jardín ahí. Por lo menos, eso creo. Creo que los hubiera reconocido si los hubiera visto, sería difícil perderlos de vista.

—Pensé que dijiste que nunca habías escuchado de los narcisos antes…

Resultó que desde ese día, a él le comenzaron a gustar mucho los narcisos. Mi familia hacía comentarios a veces, pensando que era… curioso, que a un hombre le gusten las flores. Ahora no sé si debí presentarle esas flores. Sí, están disponibles en los supermercados, listos para la venta, pero la Patagonia no es apta para cultivar estas flores naturalmente; el frío las mataría de un instante, por no estar acostumbradas a un clima así en sus tierras nativas. Sin embargo, él intentaba de todas maneras, trataba de cultivarlos en la primavera cuando hacía poco más de calor, y lloraba cuando se marchitaban como siempre lo hacían. No sé si era sádico de mi parte, estar comprándole y regalándole narcisos frescos, importados, para ver su cara iluminarse de la felicidad, y de ahí ver que esa alegría se desvaneciera cuando me decía «¡Lo siento! ¡Lo siento!» una y otra vez cuando llegaba a la casa y los veía muertos en el florero sobre su mesa.

—Vos sos tan mala con él, Samuela —me dicen—. Si no lo querés, ¡préstamelo, pues!

No creen que merezco estar con él. Pero bien que están felices de que esté con él. «¡Ay, qué blanquito, qué lindo!» dijeron la primera vez que lo traje para que conociera a mi familia, encariñados con su perfección que parecía de fantasía. Milagro, que aunque su sangre era completamente criolla, naciera así de esa forma. Obvio, mis padres pensaban que nuestra unión era perfecta, lo ideal. 

—Tendremos nietos rubios —dijo mi madre con alivio.

—¿Te olvidas de cómo funciona la genética? —mi tío refutó—, Saldrían trigueños, a lo mínimo, si tiene suerte. Sé realista.

Si las miradas pudieran matar, mi madre lo hubiera asesinado a mi pobre tío.

—¡No lo escuches, Samuela querida! Él solo te está fastidiando. 

Estaban dispuestos a ignorar lo curioso y raro sobre mi novio, con tal de que purifique la sangre familiar como una cuna de moisés, pura y blanca.

No llegamos a conocer a alguien más de su familia, aparte de su hermana. Se parecía un poco más a mí (aunque también era rubia, por alguna extraña coincidencia del universo), pero su tonalidad rubia se aproximaba más a un maíz expirado y molido que al oro precioso del pelo de su hermano, mi novio. Su piel era canela, como la mía; no la canela Ceilán fina y en polvo de mi madre, pero como palos de canela pelados del tronco roto de un árbol cortado, caído en la tierra; sucia, oscura. No le caía bien.

—Claro, siempre llevándole solo a parques públicos, diciendo para que «vea la belleza natural del hielo», cuando en realidad solo es porque no tenés más dinero para llevarle a un lugar más apto. ¡Es como si no te dieras cuenta con quien estás! Las acabadas como vos no saben valorar, eso es lo que mi padre siempre dijo.

Por supuesto, una cheta como ella me diría eso. ¿Qué pretendía, que le lleve a una tienda de belleza como a los que ella se va a comprarse todas sus cremas blanqueadoras carísimas? ¿Que le lleve a que le haga manicura? No me jodas. No dije nada, porque me perjudica más abrir la boca y refutarle. «Debe ser la envidia», pensé entonces. Nosotros estábamos felices yendo a ver los glaciares, hasta sin importar que a veces, por el día, estábamos rodeados de extranjeros ruidosos. Solo éramos él y yo, lo único que nos importaba era el uno al otro.

Un día le iba a invitar a salir al glaciar de nuevo, cuando lo vi encorvado sobre algo en la sala. 

—Querido, ¿qué haces?

—¡Mira! Mira, finalmente…

Una maceta llena de pequeños tallos verdes, con botones color canario recién brotados. Los narcisos.

—¡Finalmente crecieron!

Traté de estar feliz por él. ¿Por qué no lo estaría? Extendió sus brazos para apretarme contra su cuerpo delgado en un abrazo fuerte, besos intercambiados como un enjambre de mariposas en la luz del día. Nos olvidamos de salir al glaciar, a enfrentarle al frío, y nos acurrucamos en la casa segura, en la cama caliente. 

Pero como un fruto demasiado maduro, todo lo bueno se empezó a pudrir. Lo que me sorprendía era cómo persistían los narcisos. Tenía sentido que crezcan dentro de la casa, claro, a salvo de lo árido del mundo exterior. Sin embargo, vi que empezaron a salir en todas partes alrededor de la casa de mi rubio. Grupos de un color chillón que te raptaban la mirada; no podías apartar los ojos hasta si quisieras. Mi familia vino a visitarle, y pensaron que eran lindos.

—¡Qué hermoso quedó tu hogar! Se nota que venís de buena crianza —le dijeron amablemente, a pesar de que solo días antes se habían quejado sobre su masculinidad—. Muy europeo que lo mantengas de una manera refinada, ordenada, con un toque de la naturaleza que has domado. ¿A ver si puedes domar el espíritu salvaje de nuestra Samuela, no? Ja, ja, ja. Qué bonito. Qué bien que nuestra hija te haya escogido.

Mi novio sonrió, sosteniendo una maceta de las flores amarillas como para que escuchen los halagos, para que estén orgullosas de sí mismas, para que estén agradecidas de que él se haya esforzado en cultivarlas.

 ¿Cómo pasó eso? ¿Con qué brujería están creciendo? Calafate seguía helado, no se habían derretido los glaciares; hasta si su aparición prolongada fuera por culpa del calentamiento global, no intentaría convertir el parque nacional a una playa tan pronto. No éramos tan tontos como los gringos para intentar nadar en el agua glacial. A mi rubio solo le gustaba mirar su reflejo en las aguas verde bebé, una reproducción cristalina de su imagen. Una ternura, igual a esa con la que acariciaba los narcisos en su jardín, inundaba su cara cuando se observaba a él mismo, una ternura diferente a la que había separado para mí. Solía gustarle pasar sus dedos por mis rulos oscuros cuando nos despertábamos juntos en la misma cama. Ahora, si no es liso y de una tonalidad mantequilla fina como los pétalos de sus narcisos, no quiere tocarlo. 

Empecé a tenerle envidia al espejo de nuestra habitación, que tenía una vista de lujuria de mi rubio cuando se admiraba frente a él. Un ventanal como de los centros comerciales, para mirarlo a él, la mercancía, e imaginar qué haría con él si lo tuviera. Me dieron tremendos celos, al ver cómo se daba más cariño a él mismo que a mí. Como veneraba su cuerpo, pasándose las manos sobre su piel delicada y zonas sensitivas de un color rosa coral, haciéndolo antes de que yo lo pudiera hacer. Como si fuera uno de sus narcisos queridos, se pasaba minutos mirándose, dándose toques ligeros, y aún quería pretender entregarse a mí como si fuera un ramo de flores para pedir perdón. 

—Te quiero tanto —me dijo, acariciando mi mejilla con una mirada lejana.

No sé si debería creerlo. Me dijo la misma cosa muchas veces antes, antes de que florezcan los narcisos, y en ese entonces sí sentía algo hermoso. Pero ahora me da asco, sus palabras se sienten vacías, repugnantes. 

—¿Acaso no me amas?

Se quedó callado.

Los otros no notaban nada mal con él. Solo preguntaban, «¿Cuándo es la boda? ¿Cuándo será la boda? ¿No vas a dejar que se escape, cierto? Ja, ja, ja». Bromeaban que ahorraríamos en flores, porque ya teníamos tantas creciendo a nuestro alrededor. 

—¡A ver, mija, tenemos que ir viendo vestidos! ¡Blanco sería perfecto, incluso para el traje de tu novio! ¡Ay, qué guapo se verá! 

No tuve oportunidad de decir algo al respecto. Se aproximaba el invierno profundo, pero ya soñaban mis familiares con una boda en el verano. Le fui a preguntar a mi rubio que opinaba sobre esto, aunque dudo que de verdad me prestara atención, con su enfoque en esas flores malditas. 

—¿Cariño? ¿Quieres tal vez ir al glaciar de nuevo? Hace tiempo que no vamos, y mis padres están preguntando dónde nos vamos a casar. Tal vez ahí podamos pensar un poco. 

—... En verdad no estoy con ánimo de salir… No quiero que se me queme la piel, es malo pasar tanto tiempo en el sol. Tengo que cuidarme. 

Después de un momento de silencio, mi rubio levantó la vista de las flores y me miró con atención. Una mirada vacante, que pronto regresó al macetero donde había sembrado unos narcisos, los cuales revisaba ahora por algún insecto que amenazaba la salud de lo verde esmeralda del tallo y las hojas; revisaba a ver si los pétalos habían sido profanados por algún insecto asqueroso. 

Ya soy experta en no mostrar mis emociones, para no provocarle a la gente. Niñas como yo deberían ser más calladas, no ser tan gritonas, deberían seguir órdenes. Me pregunto cómo me veía, parada ahí, tranquila, pero con la ira burbujeando en mi garganta, lista para gritar en cualquier momento. Con toda mi fuerza, mantenía una entonación neutral, intentando hacer que no suene enojada. 

—¿Por qué te preocupan tanto esas flores? —le pregunté, cambiando el tema.

El rubio cerró los ojos, una media sonrisa apareciendo en su cara. Mantuvo su compostura mientras hablaba, arrancando los pétalos marrones y marchitos de una flor pura y blanca:

—Tengo que cuidarlas. No puedo dejar que algo malo les suceda, que la ensucien, corrompan. ¿Entendés, cierto?

Si dejara que la furia que heredé de mi madre me superara, le hubiera metido una cachetada. Pero si lo pienso bien, mi madre me hubiera pegado por hacerle cualquier cosa al inocente de mi novio, entonces solo mantuve las manos empuñadas.

—Ya. Me voy, entonces.

En tiempos antes, me hubiera parado, me hubiera dicho algo zonzo como «¡Aguanta, solo bromeaba! Che, no te enfades, pues…». Pero esta vez, no me dijo nada, solo seguía arreglando los narcisos, como si estuviera esperando que me vaya. Cómodo en su casa, su jaula; rodeado de lo que amaba. Yo ya no encajaba. 

Igual, no le hubiera dado la oportunidad para que hablara más. ¿Qué me podría decir? Ya era obvio lo que sentía. Fui al glaciar sin él, sabiendo que necesitaba tiempo para procesar los pensamientos que quemaban mi cabeza. Estaba caminando sobre el hielo celeste, donde vi mi reflejo: una mancha de café en ese mar cerúleo. Lo pisoteé, dejando grietas en el hielo, dejando esa imagen rota. Pensé que andar caminando por ahí–por senderos cubiertos de nieve, en un momento de paz sin nadie al mi alrededor–que eso me calmaría. No funcionó. El calor de mi ira ardiente hubiera derretido los glaciares hasta que se volvieran charcos oceánicos, le hubiera derretido la piel de encima de mi novio, dejando solo un esqueleto grotesco (de color blanco, por supuesto). El aire gélido no podía sanarme; me quedé gritando hasta que mi garganta se quedara seca, mis gritos perdiéndose entre el rugido del viento. Mejor así, que nadie vea y escuche, si no dirían «¡Qué horrendo berrinche! ¡Qué horrenda niña!». 

Decidí regresar a casa. A tener una conversación con él. 

—Oye.

—Oh. Regresaste— dijo, cerrando una ventana—.  

Sus ojos tenían ese mismo brillo de la escarcha, de copos de nieve delicados; esculpidos del hielo glacial, sin la calidez que tuvieron antes. Se habían congelado, aturdidos por pasar demasiado tiempo frente al espejo. Me miraba a los ojos, los de color cuarzo ahumado, sin decir una palabra. Finalmente hablé:

—Ya fuimos. 

Incredulidad recorrió su rostro.

—¿Estás rompiendo conmigo?

—¿Qué creés? 

Fui a recoger mis cosas, los pocas que quedaban, enterrados entre los tallos de más flores recién en ciernes. No me importaba que a mis padres probablemente tendrían una vena, solo quería salir. Solo quería terminar esto.  

Él se quedó allí, sin decir nada, con esa expresión ensimismada que yo amaba, sus ojos ensanchados y lagrimosos, justo en la manera que a mí me gustaba. 

—Hubiera sido bonito ir al glaciar una última vez, pero supongo que eso ya no te interesa a vos. Creo que te hubiera encantado, las superficies reflectantes del hielo y el mar. Pero bien. Que tengas una buena vida.

Me puse los auriculares para escuchar música mientras iba caminando, y salí. Lo dejé plantado, con los narcisos y su reflejo como su única compañía. Debió quedarse feliz con su nueva soledad. A la fuerza hice que el nudo en mi garganta desapareciera. 

Y justo como predije, mi familia estaba furiosa. 

—¡¿Cómo vas a anular tu compromiso con él?! Iba a mejorar todo para nosotros, ¿no te das cuenta de que estás echando tu propio futuro a la basura? Eres una ingrata, después de todo lo que hemos hecho para que tengas una vida tranquila…

Y no paraban hasta cuando la policía encontró su cadáver desnudo flotando en las aguas glaciales, pudriéndose en el sol que derretía la nieve. Yo hubiera pensado que él se hubiera consumido, solitario en su casa llena de flores amarillentas, durmiendo eternamente en una cama suave de pétalos. 

—Seguro tú lo dejaste roto del corazón, ¿cómo no lo cuidaste mejor? ¡Su boda hubiera sido magnífica! ¡Ahora mira al pobre, mira lo que hiciste!

Su hermana estaba especialmente enojada, echándome la culpa. Los oficiales tuvieron que refrenarla cuando vino a la comisaría a identificar el cuerpo, llorando:

—¡Lo sabía! Lo sabía, ¡nunca debí dejar que una mugrosa como vos se acerque a mi hermano, maldita hija de puta!

Mi familia intentó calmarle a la piba desconsolada, hablándole en susurros, acariciándole el pelo amarillo brillante. 

—Ya, ya; ya va a pasar… pobrecita… no fue tu culpa…

Mis amigas tampoco me ofrecieron mucho consuelo:

—Ay, qué mala leche tenés, Samuela —me dijeron, mirando con envidia entre las piernas del cadáver del rubio, que aun hasta en muerte conservaba su físico como estatua de mármol—. Qué pena que lo perdiste… 

El comisario determinó que se había suicidado; que saltó de la cima del glaciar y se ahogó en agua, pero hasta si no se hubiera ahogado, definitivamente se hubiera muerto de hipotermia. Yo estaba en la casa de mis padres cuando esto pasó, ellos mismos lo saben. De cualquier forma, aún sospechaban todos de mí, culpándome por este acontecimiento. Una criminal despreciable, hiriéndole a un niño tan tranquilo y bonito hasta el punto de que se mate. Un monstruo cruel que debería volver a la oscuridad incivilizada donde pertenecía. 

Intenté impedir que los recuerdos resurgieran, mientras veía los mechones de su hermoso pelo brillante y rubio debajo de una manta gris. Traté de no romper en llanto, recordando las veces en que nos abrazábamos, nos besábamos, la pasábamos tranquilos; cuando estábamos confortables con cómo las cosas iban en ese entonces. Me vino una memoria a la mente de ese primer día en que lo conocí, cuando bailamos en la cima del glaciar, sin importar la mirada de la gente al ver una pareja tan extraña. Un tiempo antes de los narcisos, antes de que todo se fuera a la mierda, antes de que mi rubio se quitase la vida, antes de que dejáramos de amarnos. Hasta en la muerte, admito que era bello; debió ser una imagen hermosa, ver su reflejo encantador en la superficie del agua, una alucinación dividida en cristales de hielo que lo animaban para que se hunda en aguanieve, que se vuelva uno con la blancura perfecta y rechace lo demás.

Algunas personas después vinieron a dejarle flores: narcisos frescos, preciosos, arrancados de su jardín. De ahí no pude más; me largué, me puse los auriculares para escuchar música y bloquear, bloquear todas las memorias de aquí, de Calafate, para que ya no se aparezca la imagen de mi rubio muerto en la mente; mi príncipe azul, amado por todos a su alrededor, excepto por la que más debería amarlo.

Si nunca se hubiera mudado aquí, nunca lo hubiera conocido; ni yo ni nadie en esta vecindad. Nadie hubiera visto el asombroso florecimiento y destrucción de aquella flor dorada.

Artist Statement— This short story was written for a Spanish class, in an attempt to emulate the style of Argentine writer Julio Cortázar and his surreal, "bizarre" stories, along with conveying an underlying message about the colorism I often see in Latin American culture. The Spanish used here is very intentionally littered with Argentine slang and the "voseo," which would make it quite difficult to properly translate into English, in my opinion. I would like to translate it to English at some point, but this story holds a special place in my heart in its current state, as the first creative writing piece I've done entirely in Spanish; it really was an interesting experience to bring over the strange and dark aspects usually featured in my English writing into a Spanish-language piece.

Andrea Lara — born in New Jersey to Peruvian immigrant parents. She's currently a freshman at Bennington, in her second term. 

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