Crónica creativa

Al medio de la frontera


Tallé mis ojos y apagué la alarma que vibraba en la mesa de noche a lado de mi almohada. Era de madrugada, las cuatro con exactitud. Estaba cansada y con frío, mucho frío. Durante el invierno las mañanas en Mexicali siempre son gélidas, es un frío tan seco que uno siente que le penetra la piel y le congela de adentro hacia fuera. Mi cama estaba calientita y pensar en salir de aquel capullo de calidez era un tormento agonizante. 

        Me dolía la cabeza cuando despertaba, si era por las pocas horas de sueño o por la insensatez de forzar a mi cuerpo a levantarse cuando aún estaba oscuro, no lo sabía. Me giré entre las sábanas. Observé por breves segundos el semblante dormido de mi hermano. Le quiero pero por las mañanas no compartía el sentimiento. 

Suertudo. Todavía le faltaban dos años para ser partícipe de esta tortura. 

Se me escapó un gruñido afónico.

Mi mamá no estaría despierta hasta casi cuarto para las cinco con la tremenda excusa de que ella podía arreglarse en menos de veinte minutos y que yo necesitaba al menos una hora para tan siquiera ponerme de pie. Una exageración, me parecía. 

Como de costumbre, me cambié a oscuras; blusa, falda, suéter, calcetas, zapatillas y piernas frías, descubiertas. No estaba permitido usar medias o leggings debajo de la falda escolar hasta que a la monja (directora) del colegio se le antojara.

La rutina de cada día era igual y a pesar de eso, siempre se me dificultaba seguirla.  Ya se me habían acabado las ideas para mi lunch y no quería tener que forzarme a tragar un sandwich de nuevo. 

¿Granola? No, ayer llevé granola. ¿Licuado? No, gracias. ¿Fruta? No, no, jamás. Me van a regresar si me toca segunda. Pues, ya. Una quesadilla entonces. Prendí la estufa. 

Metí todo a mi bolso cuando terminé y agregué un paquete de gomitas por si me daba hambre entre clases. (Era de esperarse, como de costumbre, que para el término de mi segundo período el paquete de gomitas estuviese vacío.) 

Podía sentir la  habitual burbuja de ansiedad que me atormentaba cada mañana acumulándose en mi estómago. Que no se me olvide mi visa. Que no se me olvide mi visa. Que no se me olvide mi visa. 

Subí de nuevo a mi habitación para revisar que estuviera en mi mochila, al sentirla con la punta de mis dedos, mi ansiedad se disipó un poco. Suspiré. 

Salimos de mi casa después de que mi mamá se terminara de arreglar y preparara su licuado. Nos subimos al carro, mi mamá al volante y yo copiloto. Prendí la calefacción y revisamos que tuviéramos todos nuestros documentos antes de irnos. 

Después, nos dirigimos a la garita.

La avenida Cristóbal Colón (o, como todos en Mexicali la conocen, la Colón) es la calle más larga de la ciudad y es la misma que divide a México de Estados Unidos con la colosal cerca que, como recordatorio físico, se mantiene inmutable y cruel ante el paso del tiempo. Mi mamá se detuvo en el alto, giró a la izquierda y después siguió todo derecho. Por breves segundos mis ojos se fijaron en un hombre que, sujeto por una cuerda, intentaba saltar el muro. Estaba cerca, muy cerca de llegar a la cima y me pregunté si quizá habría un policía de inmigración del otro lado esperándolo. Posiblemente. Seguramente. Pero ojalá no. Lo observé unos minutos más por el retrovisor hasta hacerse pequeño y desaparecer. 

En todo el trayecto a la garita, se puede ver el otro lado (Calexico) por los agujeros de la cerca, como una dulce promesa absurda, casi palpable pero imposible de alcanzar. Si manejas lo suficientemente rápido las líneas se vuelven tan borrosas que es fácil imaginar un mundo donde la cerca, el muro, la barda, no está ahí. 

Pero no en este. Aparté la mirada. 

     Calexico es, en mi opinión, una pequeña extensión de Mexicali, como si México extendiera su brazo y lograra rozar con la yema de sus dedos la tierra extranjera (que alguna vez fue suya) y dejara su marca permanente, en los edificios, en las calles, en el lenguaje, en las personas. Este no es el caso, claro, para todas las fronteras. El verde del otro lado contrasta con el café terroso de México especialmente en la garita Tijuana-San Diego. Mi papá dice seguido que el aire es más limpio del otro lado del cerco. (Comentario ilógico, creo yo, pero tampoco iba a refutar.) 

Tardamos alrededor de veinte minutos para llegar a donde empezaría la fila para cruzar. Usualmente mi mamá cruzaba conmigo en el carro para que yo esperara a la camioneta de la escuela y ella se regresara a Mexicali pero esta vez, por motivos que no logro recordar pero seguramente relacionados con su trabajo, decidió que yo cruzaría a pie. Tomé mi mochila y bajé del carro. 

Suspiré. 

Mira hacia abajo, nunca hacia arriba. No hagas contacto visual con nadie y ten cuidado. Mucho cuidado. Las palabras que mi mamá me decía cada vez que tenía que cruzar a pie resonaban en mi cabeza sin parar como una odiosa melodía infantil. 

Apresuré mi andar con disimulo hasta que logré ver el inicio de la fila ante mí. Me relajé un poco. 

Pasó una hora más o menos cuando la señora que estaba parada detrás de mí, decidió hablarme. Era una mujer mayor con cabello ondulado y arrugas marcadas en la frente. Me contó que a uno de sus hijos lo habían detenido antes de cruzar y sin darle ninguna explicación, le quitaron su visa y su sentri. Agregó que ella era la única de la familia a la que no le habían quitado la visa todavía. La doña sabía que era la próxima porque a su marido y a su segundo hijo ya se las habían quitado también. 

—No sé cuando me la van a quitar pero lo harán. Aún así pienso arriesgarme porque escuché que el jamón ese.. El great value, ese que viene en un paquete grandote, está más barato allá. 

Me quedé en silencio y le sonreí antes de seguir avanzando en la fila. 


No quería que le quitaran la visa a la señora.


• • •


—¿A dónde vamos? ¿Pasó algo? Aquí tengo todos mis papeles.

El oficial de la border patrol que había revisado mi visa de estudiante me dijo que esperara a un lado. Llamó a su superior y me pidieron que los siguiera. 

—I don’t understand. —Me respondió con tono de fastidio… o cansancio. No pude identificar cuál. Observé su placa, Espinoza. Hablaba español. Mordí mi labio. Después, hablé. 

—Ma..May I call my mom, please? 

El policía me observó por lo que parecieron horas (dos minutos) y negó la cabeza. 

Perdí el color en mi rostro. Sentí mi corazón latir con fuerza contra mi pecho y parpadeé varias veces para no llorar. Mis manos estaban temblando. 

—U-um.. I-I.. M-my mom thinks I’m going to school and I’m a minor so.. I just.. C-could I please call her? 

El hombre abrió su boca para negar la petición de nuevo pero la oficial a su lado lo interrumpió.

—Just one call. Go. 

Con manos torpes, saqué mi celular de mi mochila y casi se me cae al suelo por los nervios. 

Biiip. Uno. 

Biiip. Dos

(Contesta. Contesta, por favor. ¡Contesta!)

Biip. Tres. 

—¿Bueno? 

No lloré. No lloré cuando le conté a mi mamá donde estaba. No lloré. Tampoco lloré cuando me preguntó si estaba bien. Y cuando me quitaron el teléfono porque tenía que colgar, no lloré. 

Esperé sentada en silencio. Pensé en mi mamá, en mi abuela y en mi tía. Me acordé de una conversación que habían tenido hace algunos meses. Me acordé de sus rostros, sus manos, el café en la mesa y la mezcla de alivio y susto que habían sentido. Yo, por otra parte, sentada sola en la habitación blanca y vacía, sólo podía sentir el miedo. No quería que me pasara lo mismo, no quería pasar por lo mismo que a mi tía. 

Mi tía Karla había contado que un día trató de cruzar la frontera como lo hacía cada semana. Revisó que no llevara ninguna fruta por accidente en su carro, que todos sus papeles estuvieran en orden y listos por si le tocaba segunda revisión. No fue así. Pero el oficial, al ver sus documentos, decidió que había algo sospechoso en el vehículo y que tenían que revisar. La sacaron de su carro, la llevaron a una habitación blanca y la despojaron de sus pertenencias. Recuerdo ver a mi tía apretar el mandil de la mesa al hablar y antes de continuar, bajó la mirada. (En ese entonces no lo entendía pero ahora creo poder reconocer su expresión: vergüenza.) Le quitaron toda su ropa y, con la excusa de estar buscando drogas, la buscaron toda. 

Fue ahí cuando mi mamá me cachó espiando la conversación y me corrió de la sala. Sin embargo, antes de salir a jugar con mis primos, recuerdo oír el lamento de mi tía sobre cómo le habían quitado su visa sin ninguna explicación. Jamás se la regresaron. 

Recordé a la señora de la fila y su anécdota. Imaginé que ella ya estaba del otro lado de camino a Walmart para comprar el jamón; un pensamiento positivo. Seguía agitada. 

Quizá la gente cruzando, la gente que podía verme pensaban que estaba traficando drogas y me habían descubierto. Por un segundo, casi logré engañarme a mí misma con la suposición. ¿Y sí me habían metido algo en mi mochila y no me había dado cuenta?  ¿Y si terminaba en la cárcel como mi papá o me pasaba lo mismo que a mi tía? ¿Lloraría entonces? 

Traté de distraerme. Mi mirada se enfocó en el único objeto en la pared, un reloj con manecillas negras. Eran casi las nueve y media. El segundo período estaba por terminar, habían pasado horas. No tenía ninguna de mis pertenencias ni mis documentos. Tenía hambre. 


Y la bolsita de gomitas estaba en mi mochila, sin abrir.


• • •


—¿Y qué no lo puedes comprar aquí en México?—pregunté. 

—Los huevos y la leche son más baratos allá, —contestó neutral a mi fastidio, —¿Qué? ¿Quieres quedarte sin comer? Por mí está bien.

Ah. 

—Ok, pásame la lista.

La directora de la escuela después de que mi mamá le llamara para decirle que me habían detenido en la línea, fue a recogerme. Supe que era ella por cómo les gritaba a los oficiales. Casi se me salía el corazón del pecho. No entendí muy bien cuál había sido el problema con mi visa ni tampoco supe la razón por la cual me habían encerrado ahí. Nunca me explicaron. No quería saber. Hasta la fecha todavía no puedo imaginarme qué hubiese pasado si no me hubieran permitido hacer la llamada telefónica. Bueno, quizá sí puedo pero no quiero. 

Agarré la lista y la metí a mi bolsa del pantalón. 


Lo haría de nuevo mañana. 


• • •


A pesar de estudiar en Estados Unidos por casi dos años y no tener que cruzar a diario como antes, cada vez que regreso a Mexicali y mi mamá me pide de favor que cruce al otro lado para comprar el mandado, la aflicción regresa a mí; se me enchina la piel y me duele el estómago. 

Aún así me subo al carro y me lo trago. 

Los huevos y la leche son más baratos allá y yo no quiero quedarme sin comer. 




Sentri: 

La Red Electrónica Segura para la Inspección Rápida de Viajeros (SENTRI, por sus siglas en inglés) proporciona un procesamiento expedita por parte de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos (CBP), en la frontera entre Estados Unidos y México, de viajeros pre-aprobados que consideraron de bajo riesgo. Voluntariamente los solicitantes tienen que experimentar un control de fondo minucioso contra bases de datos criminal, aduanal, inmigración, aplicación de la ley y terroristas; un control de aplicación de la ley de 10 dedos de huellas digitales; y una entrevista personal con un Agente de CBP.

Through this work I bring into light the struggles of legally crossing the Mexican-United States border and the voices and perspectives of us Mexicans. There’s very few documented experiences of the harshness and difficulties one is subjected to when coming to the United States through this border.

I used to cross the border everyday to go to school and this just one of my experiences. 

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